El perro
del guardabosque
En los bosques del sudoeste de
los Estados Unidos vivía un guardabosque junto a su esposa. Durante siete años
habían intentado en vano tener un hijo y nunca lo habían logrado. Todo lo que
tenían era a Sam, un pastor alemán de gran inteligencia y fidelidad, un perro
que en más de una ocasión había salvado a las gallinas de ladrones o animales y
que incluso una vez salvó a la esposa del guardabosque de un trío de borrachos.
Sam no podía hablar y decir
“papá” o “mamá” pero hasta cierto punto había sido un hijo para la pareja.
Traía el periódico y las zapatillas, perseguía el frisbee y lo atrapaba en el
aire, entendía cuando necesitaban su compañía y también cuando debía irse o
hacer silencio. Era un perro de esos que aparecen en las películas de
Hollywood, pero al fin y al cabo era un perro y nunca podría llenar aquellos
espacios vacíos que motivaban en el guardabosque y su esposa el deseo hasta
entonces frustrado de tener un bebé.
Un día, sin embargo, la mujer
del guardabosque le dijo a su esposo que por fin había quedado embarazada de un
niño… No lo podían creer, estaban tan emocionados que compraron biberones,
ropas de bebé, pelotas, carritos y una hermosa cuna, todo para recibir a la tan
ansiada criatura.
Cuando el bebé nació ellos
hicieron una fiesta y luego, a medida que el bebé fue creciendo, los mimos y
las atenciones hacia Sam fueron disminuyendo y el perro, sintiéndose celoso del
bebé, empezó a mostrarse menos afectuoso y más distante, aunque siguió siendo
obediente, fiel y tranquilo como siempre había sido. Nunca le vieron gruñendo
al bebé o mirándole mal a pesar de los celos. Pero todos percibían que en el
fondo el perro odiaba a un bebé que le había arrebatado el protagonismo y las
atenciones de sus amos.
Pasados los meses llegó aquel
día que el guardabosque nunca olvidaría:
Era una tarde en que su esposa
no estaba porque había ido a reunirse con unas amigas en el pueblo, el
guardabosque se había quedado sólo con el perro y el bebé. Cuando recibió una
llamada avisando que unos cazadores furtivos estaban disparando sus armas a
menos de un kilómetro de su cabaña. En cumplimiento de su deber como
guardabosques (no así el de padre), decidió dejar al bebé, que ya tenía casi
nueve meses, con el pastor alemán, su mujer le había avisado por teléfono que
estaba en camino así que como máximo el niño estaría 15 minutos solo. Él sabía
que volvería rápido y que el bebé dormiría al menos un par de horas más ya que
se había acabado su biberón hacía escasos minutos. Le indicó entonces a Sam que
cuidase de su hijo, cogió su escopeta, cerró la puerta de casa y se marchó.
Cuando regresó diez minutos
después, ya que los furtivos escaparon antes de que él llegara, y abrió la
puerta de su casa no daba crédito a lo que vio: Sam tumbado en la entrada del
cuarto del bebé y con la boca llena de sangre y espuma.
De un salto pasó por encima del
perro y entró en la habitación del niño. El espectáculo que se encontró le
marcaría de por vida. La cuna del niño estaba volcada en el suelo contra la
pared, la mesita de noche tirada en el suelo y la cuna, sábanas e incluso el
suelo y la cortina manchadas de sangre, sangre que el mismo perro se lamía de
sus patas.
Por unos instantes permaneció
pasmado y con la mandíbula ligeramente desencajada, luego y con los ojos
llorosos de pura furia comprendió que el perro esperó su ausencia para
deshacerse de ese molesto niño que le había robado el protagonismo. Una mueca
de ira apareció en su rostro y, sin poder ni querer pensar en lo más mínimo,
cargó su escopeta y disparó al perro.
Los perdigones reventaron el
cuerpo de Sam, la sangre brotó a raudales de varios puntos de su piel y el
pobre animal dio un gemido de dolor para luego desplomarse en un gran charco de
sangre.
Pero cuál sería su sorpresa
cuando la detonación provocó un llanto que nunca más esperó volver a escuchar, el
guardabosque corrió hacia la cuna que estaba derribada en el suelo para darse
cuenta de que en realidad el bebé se había quedado dormido detrás de ella y que
las sabanas ensangrentadas que cubrían al bebé no le habían permitido darse
cuenta de que su hijo seguía con vida…
Sujetando al bebé en sus brazos
y mientras le besaba embargado por la alegría vio que estaba completamente sano
y sin un solo rasguño, con lágrimas resbalando por sus mejillas, incorporó la
cuna y lo dejó en ella para luego dirigirse hacia sus sábanas revueltas y ver
que, sepultada por la tela, estaba enrollada una gran serpiente cascabel de
casi dos metros de longitud, muerta por los mordiscos del fiel perro que había
arriesgado su vida por salvar al bebé de la letal serpiente.
No podía creer lo que había
hecho, y llorando como un niño abrazaba el cadáver de su amigo inseparable, al
revisar con más detenimiento su cuerpo se fijó en un par de puntos rojos en su
pata, era una picadura del cascabel, probablemente su veneno era el causante de
la espuma en su boca y sin duda parte de la sangre que había en el cuarto y la
que el perro lamía de sus patas eran de él mismo.
Cuando su esposa llegó el
guardabosque le contó lo sucedido. Dicen que fue tal el remordimiento que tuvo
que gastó casi todos sus ahorros para enterrar al perro como habría enterrado
al hijo que, gracias al fiel pastor alemán, no murió aquel día…
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