Al otro
lado de la línea
Cuentan que aquella enorme casa
de la colina no ha sido comprada o alquilada en muchos años. No, no es una
cuestión de precios, lo que ocurre es que muchos saben lo que ocurrió allí. Una
historia amarga que ha corrido de boca en boca y que es básicamente la
siguiente:
Era un matrimonio con tres
hijos, un matrimonio de gente ocupada e importante; personas con muchos
compromisos sociales, políticos o algo así. El punto es que, cuando salían a
sus reuniones, dejaban a sus hijos con una chica de la urbanización a la que
venían contratando desde cierto tiempo atrás.
La muchacha, que según se cuenta
era muy guapa, era una de esas chicas alocadas, felices y algo despreocupadas.
No obstante, siempre había cuidado bien de los chicos. Así, esa noche jugó un
rato con ellos y después de dormirles fue a la cocina; se hizo unas palomitas y
se recostó a ver alguna película en la televisión con el volumen alto.
Pasados algunos minutos el
teléfono sonó
—Buenas noches, ¿con quién desea
hablar? — dijo la niñera.
—…
—Hola, ¿me escucha? ¿hola?
Siguió intentando obtener respuestas,
pero a duras penas podía escuchar una respiración y una especie de risa
contenida de fondo; así que, irritada, cerró el teléfono con brusquedad y
continúo viendo la televisión. ¿Quién sería?: ¿algún idiota sin nada que
hacer?, ¿un amigo suyo?, ¿un pervertido? En todo caso sería mejor ignorar a
quien sea que estuviese fastidiando al otro lado de la línea.
Pero una y otra vez seguía
sonando el teléfono y aquella risa de fondo se repetía, cada vez colgaba más
rápido e incluso pensó en desenchufar la línea, pero no podía hacerlo, los
padres de los niños le habían dejado bien claro que en todo momento debía estar
atenta a sus llamadas. Muerta de miedo y perdiendo su paciencia, llamó a una
operadora de la Policía. Algo andaba mal con esas risitas contenidas y ella
debía saber qué diablos estaba ocurriendo.
Para su suerte la operadora,
lejos de reírse, le dijo que habían introducido una derivación de su línea en
la central y todo lo que ella tenía que hacer era entretener al desconocido
para que en la central tuvieran tiempo de localizarlo.
Quince minutos después el
teléfono sonó otra vez… ¿Sería él? En efecto, solo que esta vez ya no estaba la
risita contenida de fondo sino una carcajada histérica, sádica, parecida a esas
que a veces muestran las películas de terror de Hollywood.
—¡Pare de reír!¡¿Qué le he hecho
yo?!, ¡¿Por qué me hace esto?! —dijo nerviosa, irritada y con la voz al borde
del llanto.
Nada, el hombre no hacía más que
reírse cruelmente, con más histeria a medida que aumentaban las suplicas y la
desesperación de la muchacha. No le quedó más que colgar, después de lo cual
intentó en vano calmarse.
Finalmente, apenas unos cinco
minutos más tarde el teléfono sonó otra vez. Esta vez los nervios fueron tales
que sintió como el corazón luchaba por salírsele del pecho. “No contestes, no
contestes”, se dijo a sí misma, aunque no pudo resistirse y contestó:
—Habla la Policía. ¡Salga
inmediatamente de la vivienda! Las llamadas que recibía vienen de la otra línea
de la casa en que está. Hemos mandado una patrulla, ¡salga ya!
El teléfono se le cayó de las
manos y gotas de frío sudor resbalaban por su frente empalidecida por el susto.
Quería correr, pero sus piernas no respondían, sólo temblaban y temblaban…
Cuando respondieron echó a
correr con desesperación hacia la escalera para recoger a los niños que estaban
en la planta de arriba, pero antes de subir, aquella misma carcajada sádica la
detuvo en seco. Al mirar al final de las escaleras, junto a la puerta del
cuarto de los niños estaba un hombre alto, de frente amplia y cabello rizado y
gris. Estaba vestido con un mono blanco como el de los pintores, pero estaba
lleno de manchas rojas y en su mano derecha el hombre sostenía un enorme cuchillo
ensangrentado.
El terror que sintió fue tal que
quiso gritar y no pudo, se tropezó mientras intentaba llegar a la puerta de
salida y, una vez que estuvo enfrente, intentó una y otra vez abrirla, pero las
manos le temblaban tanto que la llave se le caía o ella la metía mal. Mientras
esa horrenda carcajada de fondo, sonando cada vez más fuerte a medida que el
asesino se acercaba con una lentitud tan extrema como cruel y premeditada.
Gracias a Dios consiguió por fin
abrir la puerta y tuvo la suerte de que a pocas calles estaba en camino un
coche de la policía. Corriendo, se alejó unos cincuenta metros de la casa
viendo con asombro como el asesino no la seguía. La Policía entró en la casa,
pero nunca encontraron al hombre, que probablemente escapara por alguna
ventana; pero, lo que aquellos agentes vieron ese día en el cuarto de los niños
les marcaría por el resto de sus vidas.
Las paredes estaban cubiertas de
manchas de sangre, había tripas y vísceras esparcidas por el suelo, las tres
cabezas de los chicos estaban sin ojos y separadas de los cuerpos y, junto a
otras atrocidades de la escena del crimen, se habían encontrado unos pañuelos
que a modo de mordaza habían impedido que los gritos de sus víctimas sonaran en
toda la calle. La niñera al estar viendo la televisión con el volumen muy alto
nunca escuchó nada y el psicópata aprovechaba los pequeños “descansos” mientras
torturaba y asesinaba a los niños para llamarla por teléfono y reírse de el
hecho de que a escasos metros estaba acabando con la vida de los pequeños que
ella debía cuidar.
Comentarios
Publicar un comentario